Radiografía de la hiperactividad, ¿es necesaria la intervención farmacológica?

Fármacos TDAH

La prevalencia del trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH) ha alcanzado, en las últimas décadas, dimensiones epidémicas. Con esta afirmación, numerosos expertos han definido el vertiginoso aumento que se ha ido registrando en el número de casos diagnosticados como TDAH.

Pero, ¿es realmente tan elevada su prevalencia? Según la Asociación Americana de Psiquiatría (American Psychiatric Association-APA), el porcentaje de niños diagnosticados con TDAH se sitúa entre un 3% y un 5% de la población infantil. No obstante, una rápida mirada a través de los diversos estudios epidemiológicos que se han llevado a cabo, nos muestra resultados muy variables entre ellos, sobre todo al comparar las cifras de diferentes países. Para algunos investigadores, la razón subyacente de estas diferencias, radicaría en la variabilidad en las características metodológicas de las investigaciones (población estudiada, sistema de clasificación aplicado, diferencias culturales, etc.) (Polanczyk, de Lima, Horta, Biederman & Rohde, 2007), así como en las transformaciones por las que han ido pasando los mismos sistemas de nosología psiquiátrica, relativas a su conceptualización, al número y a la combinación de criterios necesarios para su diagnóstico (Peña & MontielNava, 2003).

Esta explicación resulta razonable, teniendo en cuenta los numerosos cambios conceptuales que, a lo largo de los años, ha sufrido la definición de la hiperactividad (déficit de control moral, síndrome de impulsividad orgánica, disfunción cerebral mínima) hasta su actual nomenclatura (trastorno por déficit de atención e hiperactividad), todos ellos, con el propósito de agrupar bajo una única etiqueta una serie de síntomas, y hallar una explicación plausible para su etiología, que oriente hacia un determinado tratamiento.

Todo este proceso ha venido de la mano de un amplio volumen de investigaciones y publicaciones, que, lejos de hallar evidencias sólidas que identifiquen las causas del TDAH, no han hecho sino provocar una escisión de opiniones entre los diferentes profesionales, con base en la postura teórica de cada uno. De este modo, mientras que unos apoyan la teoría de una etiopatogenia genética y neurobiológica –a pesar de no contar en la actualidad con marcadores biológicos consistentes que nos permitan diagnosticar el TDAH (Timini, 2004)-, y otros defienden la intervención de los modelos de sociedad y los factores educativos en detrimento de la hipótesis orgánica, hay quien va más allá y pone en tela de juicio la existencia misma de la hiperactividad, considerándola como una invención sin base científica, que cuenta con el escudo protector de la industria farmacéutica (Baughman, 2006).

Esta falta de consenso entre profesionales se extiende más allá de la mera conceptualización del trastorno, y menoscaba la toma de decisiones con respecto al tratamiento. Consecuentemente, podemos hallar una amplia variedad de estudios y guías de consenso que difieren en cuanto al tipo de intervención que se considera más eficaz.

Ante este panorama, resulta lógico preguntarse entonces cuál es el tratamiento más adecuado para el abordaje del TDAH. Si atendemos a la Guía de Práctica Clínica para el TDAH del Instituto Nacional de Salud y Excelencia Clínica (NICE) de Reino Unido, las recomendaciones proponen la intervención psicosocial frente a la farmacológica, como tratamiento de primera línea en niños y adolescentes. Es imprescindible subrayar aquí el papel fundamental que juegan los psicólogos a la hora de implementar este tipo de tratamientos.

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